A comienzos del tercer milenio, el ser humano ha llegado a
las puertas de Silicon Valley. Han transcurrido ya más de 70.000 años
desde que partió de un rincón de África oriental, y ahora se pregunta si
su larga peregrinación por todo el planeta está a punto de concluir en
este gran templo, donde los profetas tecnológicos predican la juventud eterna y el secreto de la felicidad. Todas sus promesas de salvación se resumen en una sola: aseguran que son capaces de convertir a Homo sapiens en Homo Deus. De otorgar al hombre el don supremo de la divinidad.
El ser humano pasó de ser un vulgar simio a dominar al resto de la naturaleza. En su camino hasta la cúspide del Universo, inventó dioses, naciones y sociedades anónimas. Viajó a la luna, desarrolló internet; descubrió la penicilina, el mapa del genoma y la teoría de la relatividad. Escribió El Quijote, los Principios matemáticos de la filosofía natural, El origen de las especies, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Concibió las cantatas de Bach para extasiarse, y también la sensualidad de Matisse. Su interior turbulento encontró una válvula de alivio en pesadillas como las de Goya o las de Francis Bacon. Cuando decidió acabar con sus dioses, creó Hollywood y el rock and roll para llenar el vacío que dejaron.
Al mismo tiempo, asesinó a sus hermanos los neandertales, en el primer crimen masivo de la historia. Durante su lenta conquista del mundo, la intolerancia y la agresividad le acompañaron tantas veces que se convirtieron en señas de identidad. Ideó el esclavismo, el apartheid, la bomba atómica y Auschwitz. Cambió el clima, provocó la extinción de miles de especies animales y vegetales.
Al ser humano siempre se le ha dado bien crear y destruir, pero todo el poder que ha desarrollado hasta este momento no es ni de lejos comparable con el que le prometen las tecnorreligiones forjadas alrededor de la Bahía de San Francisco.
El paraíso que allí propugnan no está ni en el cielo ni en la tierra, y tampoco hace falta morir para acceder a él. Está construido de bits y de silicio, y es lo más parecido a vivir indefinidamente dentro de un sueño.
Científicos e ingenieros trabajan sin descanso para sustituir la evolución por el diseño inteligente, para insuflar el aliento de la vida al barro de la materia inerte. Consideran la muerte como un problema técnico, y por ello han depositado todas sus esperanzas de eternidad en la nanotecnología, la medicina regenerativa y la ingeniería genética.
Google y Facebook se han convertido en el oráculo sagrado en el que verter los grandes y pequeños interrogantes existenciales. Pero en realidad son monstruos insaciables que engullen almas con la misma avidez con la que los humanos se vuelcan en ellos buscando respuestas que la mayoría de las veces no logran encontrar. De una manera silenciosa, estos algoritmos están adquiriendo un poder inimaginable, porque en el estómago sin fondo de sus bases de datos son capaces de almacenar hasta el último recoveco de la conciencia humana, desde el ideal más grandioso hasta la pasión más miserable. Quien los controle, controlará el mundo.
Después de deslumbrar con Sapiens, el historiador israelí Yuval Noah Harari regresa con un nuevo ensayo monumental: Homo Deus, en el que va un pasó más allá y analiza las posibles consecuencias de esa revolución tecnológica que ya se ha iniciado y mostrará su verdadero potencial en apenas unos lustros.
Harari retoma la idea de que es muy probable que seamos una de las últimas generaciones de Homo sapiens. Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial se muestren en toda su magnitud, apenas quedará espacio para el débil simio que salió una vez de África y se apoderó del mundo.
El ser humano pasó de ser un vulgar simio a dominar al resto de la naturaleza. En su camino hasta la cúspide del Universo, inventó dioses, naciones y sociedades anónimas. Viajó a la luna, desarrolló internet; descubrió la penicilina, el mapa del genoma y la teoría de la relatividad. Escribió El Quijote, los Principios matemáticos de la filosofía natural, El origen de las especies, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Concibió las cantatas de Bach para extasiarse, y también la sensualidad de Matisse. Su interior turbulento encontró una válvula de alivio en pesadillas como las de Goya o las de Francis Bacon. Cuando decidió acabar con sus dioses, creó Hollywood y el rock and roll para llenar el vacío que dejaron.
Al mismo tiempo, asesinó a sus hermanos los neandertales, en el primer crimen masivo de la historia. Durante su lenta conquista del mundo, la intolerancia y la agresividad le acompañaron tantas veces que se convirtieron en señas de identidad. Ideó el esclavismo, el apartheid, la bomba atómica y Auschwitz. Cambió el clima, provocó la extinción de miles de especies animales y vegetales.
Al ser humano siempre se le ha dado bien crear y destruir, pero todo el poder que ha desarrollado hasta este momento no es ni de lejos comparable con el que le prometen las tecnorreligiones forjadas alrededor de la Bahía de San Francisco.
El paraíso que allí propugnan no está ni en el cielo ni en la tierra, y tampoco hace falta morir para acceder a él. Está construido de bits y de silicio, y es lo más parecido a vivir indefinidamente dentro de un sueño.
Científicos e ingenieros trabajan sin descanso para sustituir la evolución por el diseño inteligente, para insuflar el aliento de la vida al barro de la materia inerte. Consideran la muerte como un problema técnico, y por ello han depositado todas sus esperanzas de eternidad en la nanotecnología, la medicina regenerativa y la ingeniería genética.
Google y Facebook se han convertido en el oráculo sagrado en el que verter los grandes y pequeños interrogantes existenciales. Pero en realidad son monstruos insaciables que engullen almas con la misma avidez con la que los humanos se vuelcan en ellos buscando respuestas que la mayoría de las veces no logran encontrar. De una manera silenciosa, estos algoritmos están adquiriendo un poder inimaginable, porque en el estómago sin fondo de sus bases de datos son capaces de almacenar hasta el último recoveco de la conciencia humana, desde el ideal más grandioso hasta la pasión más miserable. Quien los controle, controlará el mundo.
Después de deslumbrar con Sapiens, el historiador israelí Yuval Noah Harari regresa con un nuevo ensayo monumental: Homo Deus, en el que va un pasó más allá y analiza las posibles consecuencias de esa revolución tecnológica que ya se ha iniciado y mostrará su verdadero potencial en apenas unos lustros.
Harari retoma la idea de que es muy probable que seamos una de las últimas generaciones de Homo sapiens. Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial se muestren en toda su magnitud, apenas quedará espacio para el débil simio que salió una vez de África y se apoderó del mundo.
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