1Eternidad: Las ideas son eternas y la eternidad significa el
carácter increado porque han existido desde siempre y no dejaran de
existir, incluso las ideas son anterior al tiempo.
2. Inmutabilidad: Las
ideas son inmutables e incorpóreas, es decir que las ideas no cambian
de significado y que la esencia de la justicia de las ideas es
invariable a lo largo del tiempo.
3.
transcendencia: Las ideas son transcendentes y eso significa que las
ideas están fuera del mundo sensible y residen en el mundo inteligible y
mientras el mundo sensible es el mundo del cambio.
4.Subsistencia: Las
ideas son subsistentes ya que existen por sí mismas y no necesitan de
otra para poder existir, por tanto las ideas no necesitan de una mente
para existir ni humana ni divina. Anqué desaparecieran las almas las
ideas seguiría existiendo porque existen por si solas.
5. Perfección:
Las ideas son perfectas, porque como concepto tiene plenitud de
significado y no les falta nada para significar el concepto que
expresas, son realidades perfectas.
6. Belleza: Las ideas son bellas,
también es la verdad, la verdad las hace ser bellas. La belleza es una
belleza inteligible no una sensible porque las ideas no son cuerpos.
7.
Carácter modélico: Las ideas decía Platón son modelos perfectos de los
cuerpos en el mundo sensible pero también modelos perfectos de la
conducta humana, de forma que las cosas son copias imperfectas de esas
ideas que son los modelos perfectos. Hay que recordar que la
desaparición de los individuos no implica la desaparición de la idea,
ya que existe por si sola. En el Fedón salen desarrolladas algunas
determinaciones que Platón atribuye a las ideas que son:
1. Las ideas
son objetos específicos del conocimiento racional.
Platón denomina a las ideas sustancias y se distinguen duramente de las
cosas sensibles.
2. Las ideas son criterios de juicio de las cosas
naturales y de la acción humana. Las ideas constituyen los criterios
para juzgar las cosas sensibles.
3. Las ideas son causa
de las cosas naturales. Platón desarrolla una teoría de la casualidad
muy sistemática como lo hizo Aristóteles del concepto de causa. Las
ideas de Platón son causa formal y causa final de las cosas naturales.
En el dialogo se hace la pregunta sobre que es la idea a lo que Platón
contesta: la idea es la forma única de algo múltiple que aparece como
tal a quien abraza este múltiple de un solo golpe de vista intelectual.
También se habla sobre de que objetos hay ideas a lo que se responde
con:
1. Ciertamente hay ideas de objetos como la semejanza y
desemejanza, la pluralidad y la unidad, el reposo y el movimiento, lo
singular y lo plural….
2. Ciertamente hay ideas de lo justo, de lo bello…
3.Platon duda decir que hay ideas de objetos como el hombre, el fuego o
el agua.Ciertamente no hay ideas de objetos despreciables o
ridículos como el barro, suciedad… Platón es moralista porque se
interesa mas en las ideas que acuden sentimientos y valores morales
aunque también admite que existen ideas de los cuerpos naturales.
filosofia
en este blog se debatirán cuestiones filosóficas
jueves, 10 de octubre de 2019
El mito del Demiurgo
expuesto en el Timeo, obra en la que describe la disposición, a partir de razonamientos fundados en la teoría de las ideas y del cosmos. Al principio en el universo sólo había:
- Materia informe y caos.
- Ideas, que son perfectas.
- El demiurgo, una divinidad.
- Espacio.
El concepto platónico del demiurgo es retomado por el gnosticismo. Lo que en el platonismo era imperfección, en el gnosticismo se transforma en maldad. El Universo era para los gnósticos una gradación, desde lo más sutil (Dios) hasta lo más bajo (la materia). Así el demiurgo como creador y ordenador del mundo material, se convierte en encarnación del mal, aprisionando a los hombres y encadenándolos a las pasiones materiales.
El espíritu es la única parte de divinidad que le corresponde al ser humano, librando éste una "batalla" permanente frente al cuerpo y lo material, transformando así la tierra en el infierno, entendiendo por infierno no el concepto del Hades o del inframundo, sino, simplemente, el lugar más alejado de Dios. Tan solo la sophia, la sabiduría, lagnosis, llega por amor, desde lo sutil hasta la tierra para librar al ser humano de la esclavitud de la materia. La salvación no es una cuestión de creencia o de piedad divina, sino que se convierte en una revelación, sólo posible para aquellos que aún no han perdido del todo lo poco de divinidad que todos los seres humanos poseen.
viernes, 24 de mayo de 2019
Amor líquido
Amor líquido es un concepto creado por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, desarrollado en su obra Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, para describir el tipo de relaciones interpersonales que se desarrollan en la posmodernidad. Éstas, según el autor, están caracterizadas por la falta de solidez,
calidez y por una tendencia a ser cada vez más fugaces, superficiales,
etéreas y con menor compromiso. Aunque el concepto suela usarse para las
relaciones basadas en el amor romántico, Bauman también desarrolla el concepto para hablar en general de la liquidez del amor al prójimo.
Para Bauman las relaciones por Internet se convierten en el modelo que se exporta al resto de relaciones de la vida real. De hecho más que relaciones se buscan conexiones, ya que estas no necesitan de implicación ni profundidad, en las conexiones cada uno decide cuándo y cómo conectarse, y siempre puede pulsar la tecla suprimir.
El
posmodernismo del que habla Bauman es producto de las relaciones
capitalistas actuales, donde no existe nada seguro, donde la
incertidumbre es el pan de cada día y la única constante es la falta de
pertenencia, de filiación, el fin de las ideologías. Este posmodernismo
trae como consecuencia el hedonismo. Éste, más que una aberración
minoritaria, se convierte en el camino cada vez más transitado, siendo
la satisfacción inmediata, el narcisismo y las tendencias banales las
características definitorias del individuo actual.
Por ello el amor se ha vuelto líquido, fluye, cambia constantemente y toma caminos inesperados, de la misma forma en que cambia el individuo. Ya nada es sólido como lo fue en el pasado – al cual Bauman se refiere con valores más firmes y menos volubles.
Es la angustia ambivalente del querer “vivir juntos y separados” lo que constituye para el prestigioso sociólogo polaco uno de los elementos más destacados de la condición humana actual, que aquí examina con lujo de detalles, del sexo sin compromiso a las parejas semiadosadas.
Pero Bauman hace algo más que limitarse a constatar esta situación o a divagar acerca de las peculiaridades del amor y la sexualidad en nuestros días, por más que su libro tenga un confesado carácter fragmentario. Sus consideraciones sobre esta nueva fragilidad de los vínculos amorosos pretenden ser, ante todo, una llamada de atención acerca del preocupante desmoronamiento de la solidaridad en una sociedad cada vez más individualizada, donde el amor al prójimo se ve sustituido por el miedo al extraño.
Con el análisis de dichas paradojas del amor en tiempos de fuerte disolución de los vínculos sociales, Bauman vuelve así a ejemplificar diversos pormenores de su conocido diagnóstico sobre la ambigöedad inherente a esta etapa de la modernidad que él suele calificar como “líquida”. La novedad de su libro, publicado originalmente en inglés en 2003, lo es, por tanto, más por extensión del campo de aplicación de sus tesis que por intensión, puesto que Bauman ya había definido suficientemente esta especificidad de nuestro tiempo en obras anteriores como Modernidad líquida (2000). Allí, en efecto, se había referido ya al contraste entre la primera modernidad o modernidad en su fase “sólida” -donde la labor ilustrada de desintegración de las autoridades y lealtades tradicionales se efectuó básicamente a fin de dejar sitio a principios más sólidos y duraderos- y la nueva fase desplegada a lo largo del siglo XX, donde la emancipación de la economía de sus antiguas ataduras propició la extensión de una racionalidad instrumental, guiada por el puro cálculo de beneficios, a todos los ámbitos de la vida. Amparada en una presunta defensa de la libertad individual, la creciente desregulación o “flexibilización” de mercados y puestos de trabajo ha venido desposeyendo desde entonces a los antiguos Estados-nación de su capacidad para intervenir frente a los poderes económicos globales, al tiempo que la quiebra del viejo núcleo de creencias compartidas por la totalidad social ha ido forzando a los individuos a buscar soluciones privadas a los problemas públicos, generando ese nuevo territorio de lo que Bauman llama “políticas de la vida”, donde florecen alianzas tenues e intercambios fugaces.
Disueltos los nexos entre elecciones personales y acciones colectivas, el espacio de la modernidad se fluidifica y vuelve inestable. La liquidez de la modernidad es resultado, así pues, de su privatización y es por este motivo por lo que Bauman analiza la especial fragilidad que revisten hoy día los vínculos humanos como un caso destacado de la lógica del consumo que rige esta sociedad.
Ello, unido a la ya mencionada fragmentariedad del discurso, puede desorientar un tanto al lector no familiarizado con la obra de Bauman, quien en el primer capítulo inscribe sus reflexiones en una larga y venerable tradición, que, de Platón a Freud, ha indagado en la naturaleza última del amor. Muchas de las apreciaciones de ese primer capítulo parecen oponer a las “relaciones de bolsillo” de nuestro tiempo (relaciones que uno se guarda sin cultivarlas a diario, sólo para sacarlas cuando hace falta), con inequívoco tono de reproche, un modelo de amor “eterno” algo trasnochado. Conviene no olvidar, sin embargo, que el objetivo final de Bauman es dilucidar cómo la urgencia consumista, al permear todas las esferas de nuestra existencia, distorsiona igualmente el terreno de los afectos, forzándonos a pensar las relaciones en términos de costes y beneficios. Quiere inspirar una ética responsable y solidaria, sin que el suyo sea el discurso de un moralista escandalizado por la promiscuidad actual. Precisamente el hecho de haber intentado afinar la esquemática distinción entre modernidad y postmodernidad nos advierte de que Bauman es consciente de que la crisis y fluidificación de las relaciones afectivas es un fenómeno experimentado desde la primera modernidad.
Tal fue ya, por remontarnos a un ejemplo destacado, el tema de la gran novela de Goethe, Las afinidades electivas, que exploró cómo la extraña química del deseo impulsaba a algunas parejas a disolver sus otrora firmes lazos amorosos y a entablar nuevas relaciones. El trágico desenlace de los personajes arrebatados por la pasión era una advertencia del gran poeta del clasicismo alemán para que el individuo se contuviera en los límites de una personalidad armoniosa, con una identidad centrada en sus compromisos sociales y profesionales, tal como luego teorizara Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Hoy, en cambio, la ética del trabajo y la fidelidad a la profesión han sido reemplazadas por una estética del consumo y su diversidad de ofertas (comerciales, laborales, sentimentales).
Esto es verdaderamente lo que preocupa a Bauman: lo que se esconde tras tanta fluidez e inconstancia. No el que nuestros deseos fluctúen o el que vivamos varias historias de amor, sino más bien el que todas esas vidas e historias posean el carácter de simulacros, de “vidas desperdiciadas” también, al fin y al cabo como las de otros parias de la modernidad, porque en ningún caso estamos dispuestos a asumir un compromiso duradero. Aquí radica el punto doliente de los amores líquidos del presente, en el hecho de que el arte de romper las relaciones y salir ileso de ellas supere ampliamente al arte de componer las relaciones, según se aprecia en las páginas de tantas revistas del corazón o en las recetas de tantos gabinetes de autoayuda, que nos adiestran sobre el nuevo espíritu de los vínculos afectivos. Simplemente se trata de aprender a preservarnos, como consumidores de otros que no quieren gastarse a sí mismos. El auge de esos consultorios para la vida feliz -tema sobre el que también acaba de publicar un libro excelente Francisco Vázquez García (Tras la autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía), la fascinación por los contactos a distancia que permiten las nuevas tecnologías o la obsesión por la fama inmediata de los más celebrados concursos televisivos (que destilan un único mensaje: competir e imponerse al resto es la clave del éxito) son algunos ejemplos destacados de esta nueva sensibilidad. Mediante ellos, Bauman explica la importancia decisiva que hoy adopta el tema de las “relaciones”, así como la extrema ambivalencia y ansiedad con que nos enfrentamos a ellas.
Con su habitual talento, buena pluma y agudeza crítica, Bauman ha escrito un nuevo capítulo de esa historia oculta de nuestra modernidad tardía, que Erich Fromm describió en términos de “miedo a la libertad”. Deudor del análisis de la sociedad disciplinaria de los frankfurtianos y Foucault, ha acertado a desenmascarar la rigidez que sigue latiendo en esta sociedad aparentemente tan flexible y le ha puesto nuevo, rotundo título: miedo al amor.
Vidas desperdiciadas
El análisis de los miedos e incertidumbres que atenazan al hombre contemporáneo emprendido en Amor líquido tiene su continuación en la temática de Vidas desperdiciadas, obra recientemente traducida también al castellano. Para Bauman, la paradoja suprema de la cultura de los residuos en que vivimos se resume en la circunstancia de que esos productos de consumo que desechamos a diario simbolizan asimismo nuestra propia obsolescencia y desechabilidad. La angustia de sentirnos superfluos, inútiles y rechazados debería incitarnos a una búsqueda más humilde y solidaria del abrazo humano, sugiere este profesor emérito de las Universidades de Leeds y Varsovia. Sin embargo, el homo oeconomicus y consumens de nuestro tiempo, que todo lo valora en términos de rendimiento y beneficio, ha distorsionado por completo ese precepto fundante de toda civilización que exige amar al prójimo. Temeroso él mismo de ser consumido y luego arrojado a la basura, se parapeta tras los muros de la privacidad y procura que nada, ni siquiera el amor, le altere y le haga sentir extraño, entablando con los demás una versión más de ese juego de la convivencia humana que a diario nos enseñan los diferentes programas estrellas de la tele-realidad, donde la supervivencia es la meta y ganar dicho juego pasa por saberse servirse de los otros para explotarlos en beneficio propio, evitando el destino final de los desechados.
Para Bauman las relaciones por Internet se convierten en el modelo que se exporta al resto de relaciones de la vida real. De hecho más que relaciones se buscan conexiones, ya que estas no necesitan de implicación ni profundidad, en las conexiones cada uno decide cuándo y cómo conectarse, y siempre puede pulsar la tecla suprimir.
En una vida de continua emergencia, las relaciones virtuales superan fácilmente lo real. Aunque es ante todo el mundo offline el que impulsa a los jóvenes a estar constantemente en movimiento, tales presiones serían inútiles sin la capacidad electrónica de multiplicar los encuentros interpersonales, lo que les confiere un carácter fugaz, desechable y superficial. Las relaciones virtuales están provistas de las teclas suprimir y spam que protegen de las pesadas consecuencias (sobre todo, la pérdida de tiempo) de la interacción en profundidad.Bauman describe el amor actual como producto de un individualismo exacerbado, que se ha vuelto un juego, un juego de riesgos, moderno, complejo, donde el secreto es no dejar puertas cerradas a las demás relaciones; éstas son consideradas conexiones que pueden ser desconectadas ante cualquier signo de debilidad o aburrimiento, la única forma de tener al día las relaciones es nunca perder la frescura
Z. Bauman (2011:23)
Por ello el amor se ha vuelto líquido, fluye, cambia constantemente y toma caminos inesperados, de la misma forma en que cambia el individuo. Ya nada es sólido como lo fue en el pasado – al cual Bauman se refiere con valores más firmes y menos volubles.
El libro
¿Liquidez o liquidación del amor? ¿Hemos acabado con el amor a base de conferirle flexibilidad, falta de consistencia y duración a nuestros vínculos afectivos? En esta nueva entrega de sus atinadas observaciones sobre los cambios de actitud y mentalidad que comporta la sociedad globalizada, Bauman escoge como protagonista principal a las relaciones humanas, profundizando en las paradojas del eros contemporáneo, siempre avaro de seguridad en el trato con los demás, derrochador en la búsqueda de oportunidades más atractivas y, al mismo tiempo, temeroso de establecer lazos fuertes.Es la angustia ambivalente del querer “vivir juntos y separados” lo que constituye para el prestigioso sociólogo polaco uno de los elementos más destacados de la condición humana actual, que aquí examina con lujo de detalles, del sexo sin compromiso a las parejas semiadosadas.
Pero Bauman hace algo más que limitarse a constatar esta situación o a divagar acerca de las peculiaridades del amor y la sexualidad en nuestros días, por más que su libro tenga un confesado carácter fragmentario. Sus consideraciones sobre esta nueva fragilidad de los vínculos amorosos pretenden ser, ante todo, una llamada de atención acerca del preocupante desmoronamiento de la solidaridad en una sociedad cada vez más individualizada, donde el amor al prójimo se ve sustituido por el miedo al extraño.
Con el análisis de dichas paradojas del amor en tiempos de fuerte disolución de los vínculos sociales, Bauman vuelve así a ejemplificar diversos pormenores de su conocido diagnóstico sobre la ambigöedad inherente a esta etapa de la modernidad que él suele calificar como “líquida”. La novedad de su libro, publicado originalmente en inglés en 2003, lo es, por tanto, más por extensión del campo de aplicación de sus tesis que por intensión, puesto que Bauman ya había definido suficientemente esta especificidad de nuestro tiempo en obras anteriores como Modernidad líquida (2000). Allí, en efecto, se había referido ya al contraste entre la primera modernidad o modernidad en su fase “sólida” -donde la labor ilustrada de desintegración de las autoridades y lealtades tradicionales se efectuó básicamente a fin de dejar sitio a principios más sólidos y duraderos- y la nueva fase desplegada a lo largo del siglo XX, donde la emancipación de la economía de sus antiguas ataduras propició la extensión de una racionalidad instrumental, guiada por el puro cálculo de beneficios, a todos los ámbitos de la vida. Amparada en una presunta defensa de la libertad individual, la creciente desregulación o “flexibilización” de mercados y puestos de trabajo ha venido desposeyendo desde entonces a los antiguos Estados-nación de su capacidad para intervenir frente a los poderes económicos globales, al tiempo que la quiebra del viejo núcleo de creencias compartidas por la totalidad social ha ido forzando a los individuos a buscar soluciones privadas a los problemas públicos, generando ese nuevo territorio de lo que Bauman llama “políticas de la vida”, donde florecen alianzas tenues e intercambios fugaces.
Disueltos los nexos entre elecciones personales y acciones colectivas, el espacio de la modernidad se fluidifica y vuelve inestable. La liquidez de la modernidad es resultado, así pues, de su privatización y es por este motivo por lo que Bauman analiza la especial fragilidad que revisten hoy día los vínculos humanos como un caso destacado de la lógica del consumo que rige esta sociedad.
Ello, unido a la ya mencionada fragmentariedad del discurso, puede desorientar un tanto al lector no familiarizado con la obra de Bauman, quien en el primer capítulo inscribe sus reflexiones en una larga y venerable tradición, que, de Platón a Freud, ha indagado en la naturaleza última del amor. Muchas de las apreciaciones de ese primer capítulo parecen oponer a las “relaciones de bolsillo” de nuestro tiempo (relaciones que uno se guarda sin cultivarlas a diario, sólo para sacarlas cuando hace falta), con inequívoco tono de reproche, un modelo de amor “eterno” algo trasnochado. Conviene no olvidar, sin embargo, que el objetivo final de Bauman es dilucidar cómo la urgencia consumista, al permear todas las esferas de nuestra existencia, distorsiona igualmente el terreno de los afectos, forzándonos a pensar las relaciones en términos de costes y beneficios. Quiere inspirar una ética responsable y solidaria, sin que el suyo sea el discurso de un moralista escandalizado por la promiscuidad actual. Precisamente el hecho de haber intentado afinar la esquemática distinción entre modernidad y postmodernidad nos advierte de que Bauman es consciente de que la crisis y fluidificación de las relaciones afectivas es un fenómeno experimentado desde la primera modernidad.
Tal fue ya, por remontarnos a un ejemplo destacado, el tema de la gran novela de Goethe, Las afinidades electivas, que exploró cómo la extraña química del deseo impulsaba a algunas parejas a disolver sus otrora firmes lazos amorosos y a entablar nuevas relaciones. El trágico desenlace de los personajes arrebatados por la pasión era una advertencia del gran poeta del clasicismo alemán para que el individuo se contuviera en los límites de una personalidad armoniosa, con una identidad centrada en sus compromisos sociales y profesionales, tal como luego teorizara Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Hoy, en cambio, la ética del trabajo y la fidelidad a la profesión han sido reemplazadas por una estética del consumo y su diversidad de ofertas (comerciales, laborales, sentimentales).
Esto es verdaderamente lo que preocupa a Bauman: lo que se esconde tras tanta fluidez e inconstancia. No el que nuestros deseos fluctúen o el que vivamos varias historias de amor, sino más bien el que todas esas vidas e historias posean el carácter de simulacros, de “vidas desperdiciadas” también, al fin y al cabo como las de otros parias de la modernidad, porque en ningún caso estamos dispuestos a asumir un compromiso duradero. Aquí radica el punto doliente de los amores líquidos del presente, en el hecho de que el arte de romper las relaciones y salir ileso de ellas supere ampliamente al arte de componer las relaciones, según se aprecia en las páginas de tantas revistas del corazón o en las recetas de tantos gabinetes de autoayuda, que nos adiestran sobre el nuevo espíritu de los vínculos afectivos. Simplemente se trata de aprender a preservarnos, como consumidores de otros que no quieren gastarse a sí mismos. El auge de esos consultorios para la vida feliz -tema sobre el que también acaba de publicar un libro excelente Francisco Vázquez García (Tras la autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía), la fascinación por los contactos a distancia que permiten las nuevas tecnologías o la obsesión por la fama inmediata de los más celebrados concursos televisivos (que destilan un único mensaje: competir e imponerse al resto es la clave del éxito) son algunos ejemplos destacados de esta nueva sensibilidad. Mediante ellos, Bauman explica la importancia decisiva que hoy adopta el tema de las “relaciones”, así como la extrema ambivalencia y ansiedad con que nos enfrentamos a ellas.
Con su habitual talento, buena pluma y agudeza crítica, Bauman ha escrito un nuevo capítulo de esa historia oculta de nuestra modernidad tardía, que Erich Fromm describió en términos de “miedo a la libertad”. Deudor del análisis de la sociedad disciplinaria de los frankfurtianos y Foucault, ha acertado a desenmascarar la rigidez que sigue latiendo en esta sociedad aparentemente tan flexible y le ha puesto nuevo, rotundo título: miedo al amor.
Vidas desperdiciadas
El análisis de los miedos e incertidumbres que atenazan al hombre contemporáneo emprendido en Amor líquido tiene su continuación en la temática de Vidas desperdiciadas, obra recientemente traducida también al castellano. Para Bauman, la paradoja suprema de la cultura de los residuos en que vivimos se resume en la circunstancia de que esos productos de consumo que desechamos a diario simbolizan asimismo nuestra propia obsolescencia y desechabilidad. La angustia de sentirnos superfluos, inútiles y rechazados debería incitarnos a una búsqueda más humilde y solidaria del abrazo humano, sugiere este profesor emérito de las Universidades de Leeds y Varsovia. Sin embargo, el homo oeconomicus y consumens de nuestro tiempo, que todo lo valora en términos de rendimiento y beneficio, ha distorsionado por completo ese precepto fundante de toda civilización que exige amar al prójimo. Temeroso él mismo de ser consumido y luego arrojado a la basura, se parapeta tras los muros de la privacidad y procura que nada, ni siquiera el amor, le altere y le haga sentir extraño, entablando con los demás una versión más de ese juego de la convivencia humana que a diario nos enseñan los diferentes programas estrellas de la tele-realidad, donde la supervivencia es la meta y ganar dicho juego pasa por saberse servirse de los otros para explotarlos en beneficio propio, evitando el destino final de los desechados.
lunes, 20 de mayo de 2019
"Homo Deus"
A comienzos del tercer milenio, el ser humano ha llegado a
las puertas de Silicon Valley. Han transcurrido ya más de 70.000 años
desde que partió de un rincón de África oriental, y ahora se pregunta si
su larga peregrinación por todo el planeta está a punto de concluir en
este gran templo, donde los profetas tecnológicos predican la juventud eterna y el secreto de la felicidad. Todas sus promesas de salvación se resumen en una sola: aseguran que son capaces de convertir a Homo sapiens en Homo Deus. De otorgar al hombre el don supremo de la divinidad.
El ser humano pasó de ser un vulgar simio a dominar al resto de la naturaleza. En su camino hasta la cúspide del Universo, inventó dioses, naciones y sociedades anónimas. Viajó a la luna, desarrolló internet; descubrió la penicilina, el mapa del genoma y la teoría de la relatividad. Escribió El Quijote, los Principios matemáticos de la filosofía natural, El origen de las especies, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Concibió las cantatas de Bach para extasiarse, y también la sensualidad de Matisse. Su interior turbulento encontró una válvula de alivio en pesadillas como las de Goya o las de Francis Bacon. Cuando decidió acabar con sus dioses, creó Hollywood y el rock and roll para llenar el vacío que dejaron.
Al mismo tiempo, asesinó a sus hermanos los neandertales, en el primer crimen masivo de la historia. Durante su lenta conquista del mundo, la intolerancia y la agresividad le acompañaron tantas veces que se convirtieron en señas de identidad. Ideó el esclavismo, el apartheid, la bomba atómica y Auschwitz. Cambió el clima, provocó la extinción de miles de especies animales y vegetales.
Al ser humano siempre se le ha dado bien crear y destruir, pero todo el poder que ha desarrollado hasta este momento no es ni de lejos comparable con el que le prometen las tecnorreligiones forjadas alrededor de la Bahía de San Francisco.
El paraíso que allí propugnan no está ni en el cielo ni en la tierra, y tampoco hace falta morir para acceder a él. Está construido de bits y de silicio, y es lo más parecido a vivir indefinidamente dentro de un sueño.
Científicos e ingenieros trabajan sin descanso para sustituir la evolución por el diseño inteligente, para insuflar el aliento de la vida al barro de la materia inerte. Consideran la muerte como un problema técnico, y por ello han depositado todas sus esperanzas de eternidad en la nanotecnología, la medicina regenerativa y la ingeniería genética.
Google y Facebook se han convertido en el oráculo sagrado en el que verter los grandes y pequeños interrogantes existenciales. Pero en realidad son monstruos insaciables que engullen almas con la misma avidez con la que los humanos se vuelcan en ellos buscando respuestas que la mayoría de las veces no logran encontrar. De una manera silenciosa, estos algoritmos están adquiriendo un poder inimaginable, porque en el estómago sin fondo de sus bases de datos son capaces de almacenar hasta el último recoveco de la conciencia humana, desde el ideal más grandioso hasta la pasión más miserable. Quien los controle, controlará el mundo.
Después de deslumbrar con Sapiens, el historiador israelí Yuval Noah Harari regresa con un nuevo ensayo monumental: Homo Deus, en el que va un pasó más allá y analiza las posibles consecuencias de esa revolución tecnológica que ya se ha iniciado y mostrará su verdadero potencial en apenas unos lustros.
Harari retoma la idea de que es muy probable que seamos una de las últimas generaciones de Homo sapiens. Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial se muestren en toda su magnitud, apenas quedará espacio para el débil simio que salió una vez de África y se apoderó del mundo.
El ser humano pasó de ser un vulgar simio a dominar al resto de la naturaleza. En su camino hasta la cúspide del Universo, inventó dioses, naciones y sociedades anónimas. Viajó a la luna, desarrolló internet; descubrió la penicilina, el mapa del genoma y la teoría de la relatividad. Escribió El Quijote, los Principios matemáticos de la filosofía natural, El origen de las especies, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Concibió las cantatas de Bach para extasiarse, y también la sensualidad de Matisse. Su interior turbulento encontró una válvula de alivio en pesadillas como las de Goya o las de Francis Bacon. Cuando decidió acabar con sus dioses, creó Hollywood y el rock and roll para llenar el vacío que dejaron.
Al mismo tiempo, asesinó a sus hermanos los neandertales, en el primer crimen masivo de la historia. Durante su lenta conquista del mundo, la intolerancia y la agresividad le acompañaron tantas veces que se convirtieron en señas de identidad. Ideó el esclavismo, el apartheid, la bomba atómica y Auschwitz. Cambió el clima, provocó la extinción de miles de especies animales y vegetales.
Al ser humano siempre se le ha dado bien crear y destruir, pero todo el poder que ha desarrollado hasta este momento no es ni de lejos comparable con el que le prometen las tecnorreligiones forjadas alrededor de la Bahía de San Francisco.
El paraíso que allí propugnan no está ni en el cielo ni en la tierra, y tampoco hace falta morir para acceder a él. Está construido de bits y de silicio, y es lo más parecido a vivir indefinidamente dentro de un sueño.
Científicos e ingenieros trabajan sin descanso para sustituir la evolución por el diseño inteligente, para insuflar el aliento de la vida al barro de la materia inerte. Consideran la muerte como un problema técnico, y por ello han depositado todas sus esperanzas de eternidad en la nanotecnología, la medicina regenerativa y la ingeniería genética.
Google y Facebook se han convertido en el oráculo sagrado en el que verter los grandes y pequeños interrogantes existenciales. Pero en realidad son monstruos insaciables que engullen almas con la misma avidez con la que los humanos se vuelcan en ellos buscando respuestas que la mayoría de las veces no logran encontrar. De una manera silenciosa, estos algoritmos están adquiriendo un poder inimaginable, porque en el estómago sin fondo de sus bases de datos son capaces de almacenar hasta el último recoveco de la conciencia humana, desde el ideal más grandioso hasta la pasión más miserable. Quien los controle, controlará el mundo.
Después de deslumbrar con Sapiens, el historiador israelí Yuval Noah Harari regresa con un nuevo ensayo monumental: Homo Deus, en el que va un pasó más allá y analiza las posibles consecuencias de esa revolución tecnológica que ya se ha iniciado y mostrará su verdadero potencial en apenas unos lustros.
Harari retoma la idea de que es muy probable que seamos una de las últimas generaciones de Homo sapiens. Cuando la ingeniería genética y la inteligencia artificial se muestren en toda su magnitud, apenas quedará espacio para el débil simio que salió una vez de África y se apoderó del mundo.
Hang the DJ
El Sistema quita a Amy y Frank, y a
todas las personas que lo aceptan como un procedimiento para encontrar
pareja, su responsabilidad como sujetos deseantes. En ese sentido, son
tratados como “menores de edad” con respecto a su deseo, es decir, como
personas que por no poder decir qué desean, se les impone entonces un
deseo: tanto en la forma como en el fondo, tanto en el objeto del deseo
como en la manera en que éste tiene que ser deseado. El Sistema lo
decide todo: desde el platillo que cada uno comerá en la primera cita
hasta el tiempo que deben permanecer juntos. Y nada puede ser
contravenido.
A primera vista podría parecer que la
historia de Amy y Frank es entonces la historia de una rebelión contra
el Sistema. Amy en especial es quien se muestra más en desacuerdo con
sus reglas. A lo largo del episodio mantiene un escepticismo casi
cartesiano contra la realidad entera del Sistema, el cual toma forma
tanto en su teoría sobre el funcionamiento de éste como en su duda
metódica de por qué no es posible hacer que una roca salte contra la
superficie del agua ni más ni menos de cuatro ocasiones. Es ella quien
se aburre primero del paso en serie de las relaciones que se le
proponen. Finalmente, es ella también quien toma la determinación de
escapar.
Esos son los efectos de su malestar y su
desarrollo que culmina en la fuga, ¿pero cuál es su origen? Su
inconformidad con el Sistema, claramente, ¿pero por qué? ¿Por qué es
casi un lugar común que, en la adolescencia, los jóvenes se “rebelen”
contra el sistema? ¿Por qué surgen movimientos contraculturales al
margen de la cultura dominante? ¿Por qué la gente se deprime por la
suerte que le tocó pero también hay quien decide rechazarla y
construirse una propia?
En breve, porque el deseo es subjetivo y
porque por más que en una etapa de nuestra vida se nos diga qué y cómo
desear, eventualmente nos damos cuenta de que eso no es lo que deseamos.
Que no es eso lo queremos para nuestra vida. (Qué decisión tomemos
después de darnos cuenta, es otra cosa).
“Debió ser una locura, antes del
Sistema”, dice Amy en la habitación de la casa adonde llega con Frank,
en su primer encuentro; una opinión en la que él coincide.
Inmediatamente después Amy admite que, aún así, la situación es
incómoda; Frank vuelve a estar de acuerdo. Más tarde, una vez que el
arco narrativo está por cerrarse, el motivo vuelve. Cuando ambos se
encuentran para despedirse, Amy pregunta a Frank cómo se sintió él la
primera noche que pasaron juntos, a lo que Frank responde: “a salvo,
feliz, cómodo”.
Siguiendo la terminología de los
manuales psicológicos, podría decirse que Amy y Frank son “personas
inseguras”, cada cual a su manera. La inseguridad emocional (lo que sea
que eso signifique) parece ser, de hecho, el punto de encuentro entre
ambos. Y un poco la prueba de ello es que, no sin cierta emotividad, al
final uno frente al otro son más o menos la misma persona que eran al
principio, en su primer encuentro, al menos en lo esencial, en lo que
importa. Después de tantos meses, después de tantas relaciones, después
del hastío, la monotonía y la experiencia del placer sensual, hay algo
de la inseguridad de cada uno que resuena en el otro y que en el otro
encuentra compañía. La inseguridad es el síntoma que les permite estar
juntos.
¿De dónde, entonces, el malestar? No es
sólo que el Sistema, en su control obsesivo y su omnipresencia, sofoque.
No es sólo que el Sistema diga qué y cómo desear (esto es, a quién y
bajo qué condiciones). Acaso la fuente más profunda y más auténtica de
malestar sea que el Sistema cree la ilusión de que la falta puede ser
llenada y, paralelamente, que dicte con qué y cómo hacerlo.
El mejor ejemplo de esto es la serie de
parejas por las que pasa Amy después de su primer y breve encuentro con
Frank, la mayoría de los cuales tiene características físicas comunes:
hombres jóvenes o de mediana edad, musculosos, seguros de sí, diestros
en el sexo, “viriles” y hasta un poco exóticos, multiculturales. Son,
por así decirlo, hombres en toda forma, el estándar de lo que se supone
es un hombre en la sociedad occidental contemporánea.
El mensaje del Sistema es claro: tu inseguridad necesita seguridad. Tu falta puede ser reparada. Ese vacío puede ser llenado.
Irónicamente, esos hombres son también
todo lo opuesto a Frank: poco o nada atlético, un tanto torpe en su
comportamiento y sus palabras, indeciso, con cierto aire tierno o
ingenuo… y con quien al final Amy decide escapar para vivir su relación
sin reglas de ningún tipo.
La atracción entre Amy y Frank inicia y
termina en la inseguridad o, mejor dicho, en una pregunta en torno a
ésta. Sobre todo en Amy parece ser origen y causa, falta y deseo: una
energía doble que provoca su malestar frente al Sistema pero también su
impulso por escapar de éste.
Esta podría ser una forma de la pregunta subjetiva de Amy: ¿es que no es posible amar desde la inseguridad?
Y es la elaboración de esta pregunta,
los actos que surgen de ella, la reflexión propia ante las experiencias
derivadas de éstos, el aburrimiento ante las respuestas insatisfactorias
y la determinación de defender las respuestas propias, lo que lleva a
Amy a tomar la decisión de escapar del Sistema.
OPINIÓN PERSONAL
‘Black Mirror: Hang the DJ‘ es un relato durísimo sobre
este asunto. Es la triste canción de amor que Charlie Brooker ha
compuesto para unos espectadores que verán más un ‘In Time‘
romántico-sexual que sus propias vidas reflejadas en la pantalla. Sin
embargo, por suerte y por fortuna, el clímax del episodio y su
estrambótica consecución dejan la puerta abierta a ese amor que forma
parte del destino. Para mi gusto, innecesario. Y muy mal completado. Charlie Brooker no se ha atrevido a llevar a última instancia la realidad. Es cierto que acaba incluso justificando el amor a través de ese intercambio tecnológico de datos. Reduce el amor a dos números. A un código binario que podría también estar implementado en nuestras células. Pero no remata la triste canción de amor para devolvernos la esperanza de los buenos tiempos.
Caída en picado
Black Mirror es una
serie de televisión que se ha convertido en los últimos años en
referencia y casi de culto además de alabada por público y crítica. En
cada capítulo de la misma, se relatan diferentes historias futurísticas
con diferentes personajes y diferentes tramas. El punto en común de
todas estas historias es cómo la tecnología afecta a nuestras vidas, en
ocasiones sacando lo peor de nosotros. Cada episodio tiene un tono
diferente pero todos son acerca de la forma en que vivimos ahora y la
forma en que podríamos estar viviendo en 10 minutos si somos torpes,
según su creador Charlie Brooker.
En el capítulo "caída en picado" podemos ver cómo Lacie, nuestra protagonista (interpretada por Bryce Dallas Howard) vive en una sociedad obsesionada con las puntuaciones. Cualquier individuo detecta automáticamente la puntuación personal de cada hombre o mujer y con el móvil en la mano se pasan el día valorando sus interacciones. ¿Qué significa esta evolución tecnológica y social? Pues que todos son más falsos que un duro sevillano y no existen los intercambios de palabras sinceros. Pero Lacie quiere entrar en la élite social (esas puntuaciones tienen efectos mayores que el número de seguidores o cobrar para mostrar bolsos de marca) y encuentra la forma de escalar en la pirámide. El capítulo acaba tragicamente con la protagonista entre rejas y entendiendo el sistema de puntuaciones y cuan sobrevalorado está.
China puntuará a sus ciudadanos
En el capítulo "caída en picado" podemos ver cómo Lacie, nuestra protagonista (interpretada por Bryce Dallas Howard) vive en una sociedad obsesionada con las puntuaciones. Cualquier individuo detecta automáticamente la puntuación personal de cada hombre o mujer y con el móvil en la mano se pasan el día valorando sus interacciones. ¿Qué significa esta evolución tecnológica y social? Pues que todos son más falsos que un duro sevillano y no existen los intercambios de palabras sinceros. Pero Lacie quiere entrar en la élite social (esas puntuaciones tienen efectos mayores que el número de seguidores o cobrar para mostrar bolsos de marca) y encuentra la forma de escalar en la pirámide. El capítulo acaba tragicamente con la protagonista entre rejas y entendiendo el sistema de puntuaciones y cuan sobrevalorado está.
China puntuará a sus ciudadanos
China ha anunciado que va a lanzar un sistema de valoración de sus ciudadanos denominado 'Credito social'. Este controvertido método está previsto que salga a la luz en el 2020 y, según se ha hecho eco DailyMail,
consistirá en un sistema de puntos que obtendrán sus millones
de habitantes y que servirá al gobierno para conocer mejor a la
población. Un arma de doble filo porque, además de percatarse de cómo
son los residentes, también valdrá para ofrecerles unos servicios o
negarles el acceso a otros.
Al igual que en la serie, aquellas personas que tengan una puntuación mayor tendrán más privilegios,
incluso podrán acceder a mejores universidades o los puestos de empleo
más prestigiosos estarán reservados para ellos. En cambio, aquellos
individuos que puntúen bajo, lo tendrán más complicado. De hecho, no se
les concederá el permiso de acceder a los medios de transporte públicos
e, incluso, pueden ver afectada su conexión a Internet. La iniciativa ha
sido muy criticada y son muchas las voces que se han alzado en contra
de su lanzamiento. Sin embargo, ya ha sido aprobado en algunas
provincias de China.
Este no es el único país en el que se está
instaurando la moda de la puntuación. De hecho, no hay que irse muy
lejos. En el nuestro ya hay métodos de valoración similares
en comercios, servicios, o lugares públicos como el aeropuerto. Algunos
de estas encuentas o 'controles de calidad' están siendo criticados en
la red social.
lunes, 13 de mayo de 2019
El dataísmo, la religión de los datos
Según Wikipedia el Dataísmo (o datoísmo) es un término que ha sido utilizado para describir la mentalidad, filosofía o religión creada por el significado emergente del big data, la inteligencia artificial y el internet de las cosas (IoT).
Según el catedrático y ensayista Yuval Noah Harari, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su libro Homo Deus: Breve historia del mañana indica que el dataísmo, como religión, «no venera ni a dioses ni al hombre: adora los datos».
Un dato es una representación simbólica (numérica, alfabética, algorítmica, espacial, etc.) de un atributo o variable cuantitativa o cualitativa. Los datos describen hechos empíricos, sucesos y entidades.
El término fue utilizado por primera vez por el analista cultural David Brooks en el New York Times en 2013.
Más recientemente, el término ha sido expandido para describir lo que el científico social Yuval Noah Harari ha llamado una ideología emergente o incluso una nueva forma de religión en la cual «el flujo de información es el valor supremo y la libertad de la información es el mayor bien de todos».
El primer mártir del dataísmo fue Aaron Swartz, un programador y activista político que se suicidó en 2013 tras ser detenido, acusado de haberse descargado cerca de 2,7 millones de documentos secretos de la >Corte Federaal de Estados Unidos. Fue el historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de Sapiens, quien reivindicó la figura de Aaron Swartz como el primer mártiir del dataísmo.
En síntesis el dataísmo defiende que el universo no es más que un flujo incesante de datos y que “el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de datos”. Para los seguidores del dataísmo el cerebro humano y los ordenadores tienen una composición muy similar. Ambos se rigen por algoritmos, en el caso del cerebro los algoritmos se basan en el carbono, y en el caso de los ordenadores, en el silicio.
Según los dataístas – y muchos científicos – en los próximos años la Inteligencia Artificial será capaz de desarrollar unos algoritmos tan complejos como los del cerebro humano, y como es lógico, sin las limitaciones biológicas del hardware humano. De hecho, la empresa londinense DeepMind Technologies, una compañía perteneciente a Google, ha desarrollado una Inteligencia Artificial provista de un módulo de “imaginación” que, al enfrentarse a un dilema, es capaz de crear varias simulaciones con el objetivo de decidir entre ellas el escenario futuro más probable y tomar en base a ello la decisión más acertada. Este sistema ha sido bautizado como I2A (Imagination Augmented Agent) y ha sido probado con éxito sobre un juego de rompecabezas llamado Sokoban.
En el mundo actual nuestra capacidad de procesamiento y almacenamiento de datos aún es muy limitada, pero dentro de no muchos años la Inteligencia Artificial será capaz de almacenar, clasificar y evaluar en tiempo real todos los datos que generamos a diario, elaborando sofisticados patrones de conducta y creando simulaciones inmediatas basadas en modelos predictivos. Plataformas como Google, Facebook, Outlook o Amazon nos conocen ya a la perfección, conocen nuestros gustos, costumbres, hábitos, preferencias… Saben qué páginas visitamos, qué libros leemos, quiénes son nuestros amigos, por dónde solemos movernos, qué temas nos interesan o cuál es nuestra ideología política.
El procesamiento de todos esos datos producirá un detallado retrato de nosotros mismos, nos ayudará en la toma de decisiones y permitirá predecir futuras situaciones con márgenes de error mínimos. El dataísmo ya está anunciando el futuro que viene, un futuro donde los datos fluirán con total libertad y donde nuestras decisiones las podrán tomar complejos algoritmos que sustituirán al cerebro humano. Quizás no estemos tan alejados de Matrix y conozcamos pronto las consecuencias de esta nueva religión para el futuro de la humanidad. Que el dataísmo nos pille confesados
.
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